XXII Domingo del T.O.
En esta sociedad que aplaude el
éxito de cualquier tipo, la humildad parece haberse escondido a la esfera de la
privacidad. Quizá es que pensamos que no merece la pena, que te debilita, que
te silencia y ya sabemos que si no se habla de nosotros es que no existimos. El
Evangelio promueve el trabajo de la interioridad, porque Dios, que nos conoce
de primera mano, sabe que en nuestro interior se encuentra nuestro verdadero
ser, nuestro yo. Y ahí es donde la humildad nos engrandece, nos dignifica, nos
hace felices y verdaderos constructores del reino de Dios.
Lc 14,1.7-14
Un sábado, Jesús entró en casa de
uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando.
Notando que los convidados
escogían los primeros puestos, les decía una parábola:
«Cuando te conviden a una boda,
no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más
categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y al otro, y te diga:
"Cédele el puesto a
este".
Entonces, avergonzado, irás a
ocupar el último puesto.
Al revés, cuando te conviden,
vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó,
te diga:
"Amigo, sube más
arriba".
Entonces quedarás muy bien ante
todos los comensales.
Porque todo el que se enaltece
será humillado; y el que se humilla será enaltecido».
Y dijo al que lo había invitado:
«Cuando des una comida o una
cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los
vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des
un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado,
porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos».
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