XXI Domingo del T.O.
Era común en el judaísmo de la
época de Jesús pensar que el simple hecho de pertenecer al pueblo judío
garantizaba una salvación definitiva. Frente a ello, Jesús hace una llamada de
atención: la salvación no viene por la genética ni por la pertenencia a un
pueblo, a una religión, sino que tiene también una dosis de esfuerzo personal.
Por ello no basta el origen ni la historia, importa la construcción del reino,
la justicia y los corazones dispuestos y generosos.
Lc 13,22-30
En aquel tiempo, Jesús pasaba por
ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén.
Uno le preguntó:
«Señor, ¿son pocos los que se
salvan?».
Él les dijo:
«Esforzaos en entrar por la
puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando
el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis
a la puerta diciendo:
"Señor, ábrenos";
pero él os dirá:
"No sé quiénes sois".
Entonces comenzaréis a decir:
"Hemos comido y bebido
contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas".
Pero él os dirá:
"No sé de dónde sois.
Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad".
Allí será el llanto y el rechinar
de dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en
el reino de Dios, pero vosotros os veáis arrojados fuera. Y vendrán de oriente
y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios.
Mirad: hay últimos que serán
primeros, y primeros que serán últimos».
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