XXII Domingo del Tiempo Ordinario
Nuestras gafas de ver no son las de Dios. Vemos la
realidad con criterios estrictamente humanos. Ponemos el éxito de nuestras
vidas en lo exclusivamente material. Sin embargo, de sobra sabemos que lo que
llena el corazón humano trasciende lo meramente material. Es hora de ponerse
las gafas de Dios para entender en qué consiste nuestra felicidad.
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Mateo 16, 21-27
En aquel tiempo, comenzó Jesús a manifestar a sus
discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los
ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y
resucitar al tercer día.
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo:
«¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte».
Jesús se volvió y dijo a Pedro:
«¡Quítate de mi vista, Satanás! Eres para mí piedra de
tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios».
Entonces dijo a sus discípulos:
«Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a
sí mismo, tome su cruz y me siga.
Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero
el que la pierda por mí, la encontrará.
¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo
entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla?
Porque el Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su
Padre, entre sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta.
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