Martes de la Octava de Navidad
En medio de la felicidad que rodea el nacimiento del
Hijo de Dios, el evangelista Lucas nos adelanta el camino difícil que le espera
al Mesías. Un camino duro y de sufrimiento para poder llevar a la humanidad a
la salvación definitiva. Solo desde aquí tiene sentido el sufrimiento. La
recompensa que nos espera es mucho mayor.
Lucas 2, 22-35
Cuando se cumplieron los días de la purificación,
según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para
presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo
varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como
dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón,
hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu
Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería
la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al
templo.
Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir
con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios
diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu
siervo irse en paz.
Porque mis ojos “han visto a tu Salvador”, a quien has
presentado ante todos los pueblos: “luz para alumbrar a las naciones” y gloria
de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se
decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María su madre:
«Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan
y se levanten; y será como un signo de contradicción - y a ti misma una espada
te traspasará el alma - para que se pongan de manifiesto los pensamientos de
muchos corazones».
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