Martes de la IV Semana de Adviento
La alegría de María es
desbordante. No se agota en ella, no es una alegría pasajera ni superflua. Es
fruto de haber encontrado sentido a la propia existencia. Por ello sale de
ella, se extiende y se contagia a su alrededor. Los cristianos vivimos este tiempo
con alegría de verdad, de la que contagia. Nunca ha sido tan necesaria esa
alegría como ahora, fermento en medio de una sociedad entristecida por la
pandemia.
Lucas 1, 46-56
En aquel tiempo, María
dijo:
«Proclama mi alma la
grandeza del Señor, “se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha
mirado la humillación de su esclava”.
Desde ahora me
felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes
por mí: “su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación
en generación”.
Él hace proezas con su
brazo: dispersa a los soberbios de corazón, “derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos
los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su
siervo, acordándose de la misericordia” - como lo había prometido a “nuestros
padres” - en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
María se quedó con
Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.
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