Sábado de la V Semana de Cuaresma
Sabedor de la amenaza que se cierne sobre él, Jesús decide
alejarse del ruido. Se retira al desierto, recordando otros episodios de la
historia de Israel, a un espacio de encuentro consigo mismo, con el Padre y con
los discípulos. El desierto es un espacio necesario en la vida del creyente. Se
acerca el culmen y hay que prepararse.
Juan 11, 45-57
En aquel tiempo, muchos judíos que habían venido a casa de
María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Pero algunos acudieron
a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús.
Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín
y dijeron:
«¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo
dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el
lugar santo y la nación».
Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año,
les dijo:
«Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os
conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera».
Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo
sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por
la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de
Dios dispersos.
Y aquel día decidieron darle muerte. Por eso Jesús ya no
andaba públicamente entre los judíos, sino que se retiró a la región vecina al
desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los
discípulos.
Se acercaba la Pascua de los judíos, y muchos de aquella
región subían a Jerusalén, antes de la Pascua, para purificarse. Buscaban a
Jesús y, estando en el templo, se preguntaban:
«¿Qué os parece? ¿Vendrá a la fiesta?»
Los sumos sacerdotes y fariseos habían mandado que el que
se enterase de dónde estaba les avisara para prenderlo.
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