Fiesta de la Presentación del Señor
IV Domingo del
Tiempo Ordinario
Jesús es presentado en el Templo,
como mandaba la Ley. No se puede obviar el estricto marco legal del judaísmo ni
el exhaustivo cumplimiento del mismo por parte de José y María. Pero un gesto
de la tradición judía se convierte en un momento de gracia, en el que la
esperanza del resto de Israel se ve confirmada en las palabras de Simeón.
Quienes estaban esperando la presencia del Señor se ven reconfortados en el
niño presentado en el Templo y ven en él la Luz para iluminar a los pueblos.
Son precisamente los más humildes y sencillos los que reconocen en el niño
Jesús la presencia de Dios. ¿Dónde vemos nosotros la Luz de nuestra vida?
Lc 2,22-32
Cuando se cumplieron los días de
la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a
Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del
Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la
oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un
hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de
Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el
Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado
por el Espíritu, fue al templo.
Y cuando entraban con el niño
Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo
tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en
paz.
Porque mis ojos han visto a tu
Salvador,
a quien has presentado ante todos
los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel.»
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