XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
Frente a quienes han decidido juzgar desde las apariencias
los gestos de Jesús, él contesta con la profundidad de una gran vida interior,
la ternura de Dios y su misericordia. Está claro que el corazón de quienes se
han erigido en jueces de los demás se ha endurecido y no es capaz de
compadecerse de nada ni nadie. El corazón que el Señor pide a sus discípulos se
enternece con el dolor y el sufrimiento.
Lucas 15, 1-32
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los
publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas
murmuraban diciendo:
«Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola:
«¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de
ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada,
hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros,
muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les
dice:
“¡Alegraos, conmigo!, he encontrado la oveja que se me había
perdido”.
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por
un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no
necesitan convertirse.
O ¿qué mujer tiene diez monedas, si se le pierde una, no
enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la
encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les
dice:
“¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me
había perdido”.
Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios
por un solo pecador que se convierta».
También les dijo:
«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su
padre:
“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”.
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo
suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo
perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un
hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de
aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de
las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo:
“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan,
mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde
está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no
merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.
Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía
estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a
correr, se le echó cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo:
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no
merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados:
“Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un
anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y
sacrificadlo; comamos y celebramos un banquete, porque este hijo mío estaba
muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”.
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se
acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados,
le preguntó qué era aquello.
Este le contestó:
“Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el
ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”.
Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e
intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre:
“Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca
una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con
mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus
bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.
El padre le dijo:
“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo:
pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo
estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”».
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