Ante la búsqueda humana de la grandeza
y los primeros puestos, Dios nos desconcierta al elegir, para llevar a cabo su
plan, a quienes representaban la fragilidad, la debilidad y la máxima pobreza
del momento en que se encarnó. Con ello, el mismo Dios nos lanza un mensaje
radicalmente nuevo de esperanza. La mujer, María e Isabel, son coprotagonistas
indispensables en el misterio más grande contemplado. Los pobres cobran
protagonismo, porque Dios “enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma
de bienes y a los ricos los despide vacíos”.
Lucas 1, 39-45
En aquellos días, María se
levantó y se puso en camino deprisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá;
entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Aconteció que, en cuanto Isabel
oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del
Espíritu Santo y levantando la voz, exclamó:
¡Bendita tú entre las mujeres, y
bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite
la madre de mi Señor? Pues en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura
saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que
te ha dicho el Señor se cumplirá.
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