José y María cumplen con la ley
judía presentando al niño en el templo. Pero sucede algo extraordinario. El
niño nacido en una familia humilde de Nazaret y esperado por el resto de Israel
es reconocido como Luz de las Naciones. Dios no ha usurpado la libertad humana,
sino que se ha adentrado desde la humildad y la inocencia de un niño. Así
transformará el mundo.
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Lucas 2, 22-35
Cuando se cumplieron los días de
la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a
Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del
Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor, y para entregar la
oblación, como dice la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones.
Había entonces en Jerusalén un
hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de
Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el
Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor.
Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Y cuando entraban con el niño
Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo
tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en
paz.
Porque mis ojos “han visto a tu
Salvador”,
a quien has presentado ante todos
los pueblos:
“luz para alumbrar a las
naciones”
y gloria de tu pueblo Israel.
Su padre y su madre estaban
admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María su
madre:
Este ha sido puesto para que
muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción -
y a ti misma una espada te traspasará el alma - para que se pongan de manifiesto
los pensamientos de muchos corazones.
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