Martes de la Octava de Pascua
Lo que estamos viendo en los
relatos evangélicos que nos anuncian la resurrección del Señor guarda un hilo
conductor. La nueva presencia del Resucitado transforma la vida de los
testigos. Temeroso, tristes, abatidos acuden al lugar del dolor, de la
despedida. Al encontrarse con el sepulcro vacío se abren nuevas expectativas,
pero lo que realmente transforma a los testigos es el encuentro con el Señor
Resucitado. Acto seguido el Miso Jesucristo pide que no se cierren las bocas,
que no teman, que griten a los cuatro vientos la buena noticia. Lo mismo que
hoy el Resucitado nos sigue pidiendo.
Juan 20, 11-18
En aquel tiempo, estaba María
fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y
vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los
pies, donde había estado el cuerpo de Jesús.
Ellos le preguntan:
«Mujer, ¿por qué lloras?».
Ella les contesta:
«Porque se han llevado a mi Señor
y no sé dónde lo han puesto».
Dicho esto, se vuelve y ve a
Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús.
Jesús le dice:
«Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a
quién buscas?».
Ella, tomándolo por el hortelano,
le contesta:
«Señor, si tú te lo has llevado,
dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré».
Jesús le dice:
«¡María!».
Ella se vuelve y le dice:
«¡Rabboni!», que significa:
«¡Maestro!».
Jesús le dice:
«No me retengas, que todavía no
he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y
Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”».
María Magdalena fue y anunció a
los discípulos:
«He visto al Señor y ha dicho
esto».
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