XXX Domingo del Tiempo Ordinario
La oración es ese espacio de encuentro sin barreras entre el ser humano y Dios. En él no caben dobleces. Cabe el sincero reconocimiento de nuestra propia existencia contradictoria, en constante peregrinación a la búsqueda de un horizonte de sentido. En ella cabe la petición, el reconocimiento y el agradecimiento. Por ello la oración es el ámbito de apertura más honda y profunda del hombre.
Lc 18,9-14
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
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