Miércoles de la XXII Semana del T.O.
La misión de Jesús acaba de
empezar. Tras declarar en la sinagoga el cumplimiento de la profecía de Isaías
en su persona, comienzan a producirse los signos del anuncio. La suegra de Simón,
enferma, se levanta de manera inmediata. Pero tras ella muchos más enfermos vienen
a Jesús. Son los necesitados de médico los que acuden a ser sanados. Pero
también aquellos que de un modo u otro están atados y esclavizados sienten la
liberación. Y una novedad, la misión de Dios no es solo para el pueblo de
Israel. No, el Reino de Dios es mucho más amplio que las fronteras físicas que
el hombre se impone.
Lc 4,38-44
En aquel tiempo, al salir Jesús
de la sinagoga, entró en la casa de Simón.
La suegra de Simón estaba con
fiebre muy alta y le rogaron por ella.
Él, inclinándose sobre ella,
increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose enseguida, se puso a
servirles.
Al ponerse el sol, todos cuantos
tenían enfermos con diversas dolencias se los llevaban, y él, imponiendo las
manos sobre cada uno, los iba curando.
De muchos de ellos salían también
demonios, que gritaban y decían:
«Tú eres el Hijo de Dios».
Los increpaba y no les dejaba
hablar, porque sabían que él era el Mesías.
Al hacerse de día, salió y se fue
a un lugar desierto.
La gente lo andaba buscando y,
llegando donde estaba, intentaban retenerlo para que no se separara de ellos.
Pero él les dijo:
«Es necesario que proclame el
reino de Dios también a las otras ciudades, pues para esto he sido enviado».
Y predicaba en las sinagogas de
Judea.
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