San Ildefonso, Jueves de la II Semana del Tiempo Ordinario
Son los más humildes, los que
experimentan la liberación de las ataduras, los dispuestos de corazón quienes
reconocen al Señor y lo expresan. Jesús les prohíbe decirlo, pero aún así nada
los detiene. Quizá nosotros hemos de sentirnos liberados, hemos de tener ese
encuentro íntimo con el Señor para reconocerlo y gritarlo. A veces parece que
no da vergüenza…
Mc 3,7-12
En aquel tiempo, Jesús se retiró
con sus discípulos a la orilla del lago, y lo siguió una muchedumbre de Galilea.
Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén
y de Idumea, de la Transjordania, de las cercanías de Tiro y Sidón. Encargó a
sus discípulos que le tuviesen preparada una lancha, no lo fuera a estrujar el
gentío. Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban
encima para tocarlo. Cuando lo veían, hasta los espíritus inmundos se postraban
ante él, gritando: «Tú eres el Hijo de Dios.» Pero él les prohibía severamente
que lo diesen a conocer.
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