Lunes de la IV Semana de Cuaresma
Ser
de origen judío no garantiza la fe de los creyentes. Pero tampoco ser
occidental, ni español, ni de buena familia. La fe es un don que se cuida con
la escucha de la Palabra de Dios y con la oración. Es una propuesta de Dios que
exige la respuesta libre y personal de cada uno. La disposición del corazón es
personal, aunque otras estructuras sociales pueden ayudar; pero no nos
equivoquemos, no son garantía de buenos resultados. El Espíritu Santo obra en
cada uno de nosotros.
Jn 4,43-54
En
aquel tiempo, salió Jesús de Samaría para Galilea.
Jesús
mismo había atestiguado:
«Un
profeta no es estimado en su propia patria».
Cuando
llegó a Galilea, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo
que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a
la fiesta.
Fue
Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino.
Había
un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaún. Oyendo que Jesús
había llegado de Judea a Galilea, fue a verlo, y le pedía que bajase a curar a
su hijo que estaba muriéndose.
Jesús
le dijo:
«Si
no veis signos y prodigios, no creéis».
El
funcionario insiste:
«Señor,
baja antes de que se muera mi niño».
Jesús
le contesta:
«Anda,
tu hijo vive».
El
hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando, cuando
sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo vivía. Él les
preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Y le contestaron:
«Ayer
a la hora séptima lo dejó la fiebre».
El
padre cayó en la cuenta de que esa era la hora en que Jesús le había dicho: «Tu
hijo vive». Y creyó él con toda su familia.
Este
segundo signo lo hizo Jesús al llegar de Judea a Galilea.
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