Miércoles de la II Semana de Pascua
No
es extraño escuchar que nos pasan o dejan de pasar desgracias y tragedias por
algún castigo divino a nuestra increencia o falta de compromiso. Lo extraño de
verdad es que durante siglos este discurso salía de la boca de los “sabios y
entendidos” en el seno de la Iglesia y se extendía entre la masa de creyentes
menos formada. No vamos a juzgar el pasado ahora ni las estrategias que
llevaban a esto. Pero sí vamos a animar a acercarnos a la Palabra de Dios desde
la verdad y para la búsqueda de la Verdad. Hacer lo contrario es distorsionar
la verdadera identidad de Dios, quien lejos de castigar, es misericordioso,
salva y justifica a quien se arrepiente. Nuestro Dios no es vengativo, sino
tierno y acogedor.
Jn 3,16-21
Tanto
amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él
no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque
Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo
se salve por él.
El
que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha
creído en el nombre del Unigénito de Dios.
Este
es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a
la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz,
y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.
En
cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras
están hechas según Dios.
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