II Domingo del Tiempo Ordinario
Pongámonos en situación. Jesús
acude con su madre a una boda, seguramente un compromiso de familiares o
amigos. Es posible que no sea el mejor momento para que Jesús haga un signo,
pero se presenta la necesidad que para los novios es acuciante. No parece estar
por la labor, no se compadece, como esta semana escuchamos con el leproso, pero
actúa. Y actúa empujado por su madre. María, la mujer que lo trajo a la carne,
que lo presenta en el templo, que lo educa y acompaña, también está en el momento
de iniciar la vida pública. El resto lo sabemos. Dios se hace presente en lo
cotidiano, en la necesidad de cada persona, de cada familia. Dios no deja a
nadie a un lado, ni tampoco se inmiscuye en los asuntos de cada uno. Respeta la
libertad. No olvidemos tampoco que con agua y vino se inicia su vida pública en
Juan. Con agua y vino sella su pacto en la última cena y en la cruz. La
Eucaristía es ese don de Dios que recibimos cada domingo.
Jn 2,1-12
En aquel tiempo, había una boda
en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos
estaban también invitados a la boda.
Faltó el vino, y la madre de
Jesús le dice:
«No tienen vino».
Jesús le dice:
«Mujer, ¿qué tengo yo que ver
contigo? Todavía no ha llegado mi hora».
Su madre dice a los sirvientes:
«Haced lo que él os diga».
Había allí colocadas seis tinajas
de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dice:
«Llenad las tinajas de agua».
Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les dice:
«Sacad ahora y llevadlo al
mayordomo».
Ellos se lo llevaron.
El mayordomo probó el agua
convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues
habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice:
«Todo el mundo pone primero el
vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el
vino bueno hasta ahora».
Este fue el primero de los signos
que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos
creyeron en él.
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