Domingo XXIX del Tiempo Ordinario
Hay un grito silencioso y
silenciado que llega a los oídos de Dios. Aquellos que en nuestra hemos
silenciado porque no queremos oír, son precisamente aquellos a los que Dios
prefiere. Todos nosotros somos misioneros, pero a veces no escuchamos las voces
del próximo. Hemos de agudizar nuestro sentido del oído con la fe.
Lc 18,1-8
En aquel tiempo, Jesús, para
explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les
propuso esta parábola:
-Había un juez en una ciudad que
ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En la misma ciudad había una
viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario»; por
algún tiempo se negó, pero después se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me
importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no
vaya a acabar pegándome en la cara».
Y el Señor respondió:
-Fijaos en lo que dice el juez
injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?
¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga
el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
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