Miércoles de la II Semana de Cuaresma
No
es extraño pensar como la madre de los Zebedeo. ¿Quién no quiere lo mejor para
sus hijos? ¿Quién no desea ver a sus hijos triunfar? Pero cuál es el éxito que queremos
para nuestra descendencia? ¿Una carrera profesional exitosa? ¿Una acomodada
vida? ¿La riqueza de bienes materiales como presunción de ausencia de
preocupaciones? ¿O queremos para nuestros hijos una vida feliz, llena de
sentido, completa…? Quizá esta última no está exenta de dolor y exige llevar la
cruz.
Mt 20,17-28
En
aquel tiempo, subiendo Jesús a Jerusalén, tomando aparte a los Doce, les dijo
por el camino:
«Mirad,
estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los
sumos sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a
los gentiles, para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen; y al tercer
día resucitará».
Entonces
se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos y se postró para
hacerle una petición.
Él
le preguntó:
«¿Qué
deseas?».
Ella
contestó:
«Ordena
que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a
tu izquierda».
Pero
Jesús replicó:
«No
sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?».
Contestaron:
«Podemos».
Él
les dijo:
«Mi
cáliz lo beberéis; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí
concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre».
Los
otros diez, al oír aquello, se indignaron contra los dos hermanos. Y
llamándolos, Jesús les dijo:
«Sabéis
que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No
será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea
vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro
esclavo.
Igual
que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida
en rescate por muchos».
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