jueves, 20 de septiembre de 2018

El amor, no hay otro criterio...


El ojo humano solo ve aquello que quiere ver. Resulta tentador aventurarse a juzgar a los que tenemos al lado sin detenernos en conocer su vida, sus circunstancias personales y sociales. Nadie hace lo que hace porque sí. Jesús, conocedor de la realidad humana, acoge a esta mujer y hace ver a los retorcidos fariseos que Dios no es un justiciero, sino que justifica a aquellos que se dejan transformar por dentro y hacen del amor su motivo para vivir y entregarse a los demás. No es fácil en el día a día. Nos resulta demasiado fácil atrevernos a juzgar a los otros con una vara distinta a la nuestra. Ver a los demás con los ojos de Jesús significa detenerse a conocer al otro, ponerse en su lugar... ¿Estoy dispuesto a mirar con los ojos de la fe?



Lucas 7, 36-50
En aquel tiempo,
un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él y, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. En esto, una mujer que había en la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino trayendo un frasco de alabastro lleno de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de sus cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: “Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer el la que lo está tocando, pues es una pecadora”.
Jesús respondió y le dijo: “Simón, tengo algo que decirte”.
Él respondió: “Dímelo, maestro”.
Jesús le dijo: “Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?”
Respondió Simón y dijo: “Supongo que aquel a quien le perdonó más”.
Le dijo Jesús: “Has juzgado rectamente”.
Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies; ella, en cambio, me ha regado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me diste el beso de paz; ella, en cambio, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco”.
Y a ella le dijo: “Han quedado perdonados tus pecados”.
Los demás convidados empezaron a decir entre ellos: “¿Quién es este, que hasta perdona pecados?”
Pero él dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”.

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