El amor de
Dios a los hombres llega hasta las últimas consecuencias. Y ¿qué mayor gesto de
amor que entregar a su propio hijo para salvar al resto del género humano? Nada
hay que supere este gesto de generosidad suprema. Una muestra más de que el
sentido de la justicia para Dios no es el mismo que el nuestro. Contemplar el
misterio de la cruz nos ayuda a interiorizar nuestra propia forma de ser y
estar con los demás. ¿Juzgo o justifico? ¿Doy otra oportunidad o sentencio?
¿Miro con amor o soy más de etiquetar al que tengo a mi lado?
Juan 3,
13-17
En aquel
tiempo,
dijo Jesús a Nicodemo: Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del
cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el
desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que
cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su
Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida
eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para
que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree
ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.
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