Viernes de la V Semana del Tiempo Ordinario
Cuánta sordera y cuánto silencio. Pero cuánto de ello
es aparente. Nos hemos olvidado que lo importante es el ser humano y que las
sorderas son, en numerosas ocasiones, impedimentos intencionados para no
escucharnos, para no escuchar a Dios. Jesús sabe abrir el oído y despegar los
labios para que brote la alabanza. Pero ¿y nosotros?
Marcos 7, 31
37
En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro,
pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le
presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le
imponga las manos.
El, apartándolo de la gente a un lado, le metió los
dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua.
Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo:
«Effetá» (esto es: «ábrete»).
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la
traba de la lengua y hablaba correctamente.
Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto
más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos.
Y en el colmo del asombro decían:
«Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar
a los mudos».
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