II Domingo de Cuaresma
Pedro Santiago y Juan estaban a gusto con el Señor. Muy
a gusto. El camino de la misión tuvo momentos de enorme emotividad, de
entusiasmo por los gestos, las obras y las palabras esperanzadoras del Señor.
Sin embargo, la misión es comprometida y el Hijo de Dios debe sufrir, algo que
no acababa de encajar entre la mentalidad del judío piadoso. El Hijo Amado,
enviado por el Padre para salvar al ser humano sufrirá, pero no acaba ahí. Eso
sería un sinsentido. Dios lo resucitará. Esta es la esperanza del nuestro
camino cuaresmal. No nos dirigimos al Viernes Santo, aunque tengamos que pasar
por él, caminamos hacia la Mañana de Resurrección.
Marcos 9, 2-10
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a
Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se
transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco
deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.
Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con
Jesús.
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús:
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a
hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía qué decir, pues estaban asustados.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de
la nube:
«Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo».
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más
que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a
nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los
muertos».
Esto se les quedó grabado, y discutían qué quería
decir aquello de resucitar de entre los muertos».
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