Miércoles de la IV Semana del Tiempo Ordinario
La indiferencia no es fruto exclusivo de la cultura
del siglo XXI. Nos asustamos de la apatía que sufren los mensajeros de la fe,
pero dicha indiferencia viene de siglos. El mismo Jesús lo sufrió entre sus
propios paisanos. Hoy también nosotros podemos padecer esa ceguera que no nos
deja ver al Señor en lo cotidiano, en quienes resultan invisibles, en quienes
sufren…
Marcos 6, 1-6
En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo
seguían sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la
sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:
«¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le
ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el
carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus
hermanas ¿no viven con nosotros aquí?».
Y se escandalizaban a cuenta de él.
Les decía:
«No desprecian a un profeta más que en su tierra,
entre sus parientes y en su casa».
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos
enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe.
Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
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